jueves, 26 de mayo de 2011

La visita

Aproximadamente 70 mujeres visten de blanco y celeste. Hacen una fila india. Murmuran entre ellas.  Una mujer de mediana edad se pinta los labios.  Una anciana se acomoda las sandalias casi transparentes.  Corre apresurada una señora a cambiarse de ropa porque desentona con las demás. Las  mujeres más jóvenes sonríen entre ellas, quizá tienen varios meses o años de conocerse. Dos hombres, sólo dos hombres están en esa fila.  El sol apenas ha salido.
Una hora después de que el sol se acomoda  allá arriba, se acercan a la fila los militares, todos encapuchados. Piden los documentos de identidad, observan a las mujeres.  Seleccionan a las que deben avanzar por  el montecillo verde.  
Las seleccionadas sonríen entre ellas.  Las otras se sientan sobre una larga banqueta de concreto, miran entristecidas la bolsa transparente que contiene un par de dólares todos en billete de a uno sin ninguna mancha. Deben esperar.
Abuelas, madres, amantes,  esposas, compañeras   son las únicas  que se acuerdan de  llegar a ese innombrable lugar. Muchos desearían que todo ese montecillo verde y los grandes muros de concreto fuesen quemados o tragados por la tierra.  Pero ellas no, no lo permitirían.  Para las madres y abuelas no importa lo que sus hombrecitos hayan hecho  para estar ahí, no les importa. Ellas los miran  como aquellos pequeños que jugaban fuera de casa. Son sus niños que jugaron a ser adultos malhumorados porque les quitaron sus juguetes o  querían quitárselos a otros.  O en el peor de los casos su niño solo era espectador de algo que no debía ver. Lo confundieron con alguien más. Ellas lo saben mejor o quizá lo saben  a medias o no saben nada. De lo que sí están seguras es de los años que tendrán que llegar a hacer la fila india, ser seleccionadas, revisadas; y,  si están con vida, se reunirán con sus muchachos más grandes, más flacos o gordos. Con nuevas mañas o convertidos al evangelio. 

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